Un pueblo sin memoria es un…

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La Legua Emergencia. Foto tomada de Google Maps

Por Jaime Liencura Melillán

Todos los días ustedes se ponen zapatos pero, ¿cuál se ponen primero, el derecho o el izquierdo? Estoy seguro que nadie se acuerda y eso que todos los días cuando se levantan se ponen zapatos. Ocurre que la memoria es selectiva, por eso hay cosas que no están en su cabeza aunque pasen a diario versus otras que recuerdan muy bien incluso si ocurrieron una sola vez en la vida, una sola vez, un solo día. Y lo recuerdan porque los marcó. A mí me pasa con el 11 de febrero de 2009, porque lloré y mucho. Por esto.

“Viña es un festival, música frente al mar”. La TV dedica largos bloques a informar sobre las novedades que traerá este año la celebración del 50 aniversario del Festival de Viña del Mar y ese es el jingle que a uno lo contextualiza. Viene Daddy Yankee y Simply Red. Es, pese a la crítica, un buen festival, pero poco les importa a dos niños de 14 años de San Joaquín, al sur de Santiago.

En vez de ver la tele, estos mellizos –hermano y hermana- capean el calor del verano en la piscina que tienen atrás de su casa. Son pobres y por eso viven una casa de La Legua Emergencia, que no mide más de dos metros de altura, que tiene paredes de material ligero (madera de mala calidad, internit y divisiones hechas con zinc) y que fue erigida en principio como una mediagua. Aún así esta vivienda tiene un hoyo en lo que malamente se puede llamar “patio”. El agujero está recubierto con cemento y por eso para el verano sirve de piscina. Ahí están veraneando estos niños. Sin el cuidado de la mamá; mujer que trabaja duro para verlos sonreír. Y también para pagar la cuenta del agua que llena esa piscina que tanto les gusta a los mellizos.

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Así son los techos en La Legua Emergencia. Foto: Google Maps

En una oficina no muy lejos de ahí, me encuentro yo, sentado frente a un computador, muerto de calor. Agotado de nada, de la temperatura, quizás. Ahogado con un aire rancio que a eso de las 16:00 contamina la sala de redacción del diario La Cuarta, el lugar donde estoy haciendo mi práctica profesional. Este es mi primer trabajo como periodista y como no escribo muy bien, me mandaban a reportear casos menores, que tienen muy pocas probabilidades de salir en portada alguna vez.

La camisa formal, pantalón de tela y zapatos de vestir que llevo sólo aumentan mis ganas de querer escapar de esa oficina. Los minutos pasan lento, pero de a poco se acerca el momento de irme: las 18:00. Miro el reloj y noto que falta todavía así que me dedico a escribir sin ánimo los artículos más deficientes del diario de mañana, esos que nadie leerá porque al final, todos quieren saber qué pasara en el Festival de Viña. Porque viene Juanes en su mejor momento. El tema es que esa sección, espectáculos, no es la mía. Yo soy de crónica roja.

Los minutos avanzan y uno de los niños siente la necesidad de salir de la piscina. Yo no sé si fue el hermano o la hermana, pero la cosa es que mojado de pies a cabeza, uno de ellos va donde está la vieja lavadora. En esta casa pobre, que no tiene muchas comodidades pero sí una piscina, hay una lavadora vieja, de esas antiguas, de esas que para pasar de la función de “remojar” a “lavar” hay que apretar un botón. Se hace lo mismo para que transite de “lavar” a “enjuagar” y de “enjuagar” a “secar”.

No tengo idea qué función hay que cambiar, pero el hecho es que uno de los niños se sale de la piscina a hacer la operación. Ambos saben de sobra cómo usar la lavadora: han lavado ropa siempre. Lo que no sospechan es que ese día, la máquina producirá una descarga eléctrica de 220 voltios a uno de los niños que, mojado de pies a cabeza, se transforma en un gran conductor de electricidad. El otro, que pudo ser el hermano o la hermana, les juro que no tengo idea quién, ve la dramática escena y sale también de la piscina en su ayuda. Intenta desenchufar la lavadora, pero pasa a llevar al otro: hacen contacto y también le da la corriente.

Tan fuerte es el golpe, que la máquina termina volteándose y los aplasta a los dos. Eso, mientras la mamá sigue trabajando en el sector oriente de la capital, en otra comuna, en una casa que no es la suya, en una donde seguramente se lava con lavadora automática, porque los patrones al menos deben tener plata para renovar esas cosas.

Con uniforme. Así me siento yo, mientras veo fotos de Facebook de mis amigos en “shores cortos” y con polera. Algunos a guata pelada. No todos están de viaje, no todos están en la playa. A algunos les basta con estar en la piscina desmontable de su patio: unas tan pequeñas donde nadar es imposible. Pero al menos están en el agua. Yo, en cambio, casi de uniforme haciendo mi práctica: camisa, pantalón y zapatos de vestir. En eso, suena un teléfono. No lo contesto yo, sino que mi jefe. Son las 17:00 y me queda una hora para irme a casa. O al menos eso creía hasta ese entonces.

Me subo al taxi de la empresa, que está estacionado justo debajo de la sala de redacción. Ahí espero a un fotógrafo, uno cuyo nombre no recuerdo, porque salir con un fotógrafo a reportear en La Cuarta, era como ponerse zapatos: lo hacíamos todos los días. Sí, con todos me llevo bien, pero sinceramente no recuerdo si para ese caso me acompañó Carmona, Galindo o Quintana. Puede que no haya sido ninguno de ellos, incluso. La cosa es que, enojado, parto a reportear el caso a La Legua Emergencia: enojado porque debo quedarme hasta tarde trabajando ese miércoles 11 de febrero.

Camino allá se nos une las Fuerzas Especiales de Carabineros y otros colegas. En caravana vamos escoltados hasta La Legua Emergencia. Y llegamos a la casa de la tragedia antes que el Servicio Médico Legal. Confundidos, algunos drogadictos nos empiezan a tirar piedras, pensando que haríamos un reportaje sobre ellos. Pero no, y al darse cuenta, nos dejan tranquilos. Está también la PDI. El caso está a cargo de ese equipo por orden del fiscal José Mac- Namara. Entonces, para hacer notar su poder, no nos dejan entrar al lugar de los hechos.

Como iba a oscurecer pronto, el fiscal nos informa lo ocurrido. Nos cuenta la historia completa, esa que incluye a la mamá de los niños. Dijo que la mujer, asesora de hogar, había salido temprano del trabajo ese día y por lo mismo volvió antes a casa. Cuando llegó, como era habitual, golpeó la puerta para que uno de sus hijos la recibiera tal como un niño recibe a su madre. Pero la puerta ese día no se abrió. Entonces golpeó más fuerte y su corazón se agitó. Pidió un cuchillo a la vecina de al frente para abrir la puerta y cuando lo consiguió, lo primero que hizo fue ver el desastre: los últimos dos hijos de los seis que tenía estaban allí, aplastados por una lavadora vieja. Sin vida. Sin pensarlo dos veces intentó sacar la lavadora que seguía enchufada. Entonces también recibió una descarga eléctrica, pero que en su caso no fue mortal: fue a dar a un hospital cercano donde la mantenían con vida. Con vida, pese a que estaba muerta en dolor.

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Niños en La Legua Emergencia. Foto: Google Maps

Con estos detalles sobre la mesa, hago lo que cualquier persona haría: lloro. Me voy al taxi y el conductor tiene la decencia de dejarme solo. Así que, oculto en el asiento de atrás, lloro con mocos, lloro con pena. Lloro a mares.

Ya de vuelta en la redacción, escribo el artículo. Me dieron 1,800 caracteres para contar el hecho. No sé cómo me las acomodo para escribir un dato que, cuando lo averigüé, más pena me dio. El niño había pasado a segundo medio con un 6,8 y la niña al mismo curso con un 6,6. Eran quitados de bulla. Eran buenos. Eran niños ayudando a la mamá a lavar.

Al día siguiente, mi jefe me dice que por fin había escrito un artículo bueno. Los anteriores que yo había hecho eran un asco. Pero yo me siento terrible. ¿Qué gano con todo esto?

Ocho años después, en agosto de 2017 me doy cuenta de algo: que a gente que le interesaba el Festival de Viña pude contarles una historia que les recordaba que no todo en Chile, ese febrero de 2009 estaba bien. Había también historia terrible que merecía ser escuchada, leída, porque así es la vida. Injusta. No es color de rosas. No es de alfombras rojas. Y creo que para eso está el periodismo: para decirnos que no todo está bien.

Es altamente probable que los lectores olvidaran al día siguiente esa narración que escribí para el diario del 12 de febrero, porque era como ponerse los zapatos: una muerte –o dos en estricto rigor- pasa todos los días. Pero para mí no. Puedo olvidar sus nombres, Patricio y Sonia, pero su historia no. ¿De qué sirve? No sé. Pero a veces me acuerdo de ustedes, mellizos de 14 años. Y aunque no voy a dejarles flores al cementerio, porque no sé ni siquiera dónde están, hay veces en que antes de dormir deseo que estén bien, dondequiera que se encuentren. Porque de eso se trata también vivir como un ser humano, ¿no? Acordarse de los que ya se fueron. Y aunque ustedes no me conocieron a mí, yo sí supe de ustedes. Y mucha gente más, aunque lo hayan olvidado. Porque lo escribí y se publicó en el diario pagado más leído de ese año. Eso, espero con lo más profundo de mi corazón, de algo debió servir.

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