
La casa en cuestión, el jardín en cuestión. Foto: Felipe Herrera
Estados Unidos es la tierra de las oportunidades, y un día me llegó la oportunidad de trabajar. La paga, el triple de lo que esperaba. La acepté y, como buen latino, me vi llegando en una camioneta llena de herramientas de jardín a la casa más grande que he estado en mi vida: dos pisos, madera de roble (o eso creo), 10 habitaciones, vista a un lago en el que está prohibido el uso de botes a motor.
El patio era como un parque. Hasta los venados se sienten a gusto en este patio. Nunca había visto un venado en vivo en mi vida y de repente tuve a dos frente a mí, un macho con unos cuernos preciosos, y una hembra muy linda. Nos quedamos mirándonos fijamente un rato, unos minutos, a tiro de piedra de distancia, hasta que Ann, mi jefa, me dijo: “Ellos son nuestros enemigos. Se comen las plantas que cuidamos”. Los venados escucharon y arrancaron.
Entonces Ann sacó dos botellas llenas de repelente: una para ciervos y otra para conejos. “Ponlos en el rociador y anda echándolo en las plantas de allá. Eso sí, antes ponte repelente de insectos, porque aquí está lleno de garrapatas”. Me puse el repelente para insectos, fui, eché el repelente para los venados, y volví. Ann estaba colina abajo por el camino de asfalto que daba a la salida, revisando unos árboles recién plantados.
“Todos están mal plantados. Tenemos que hacerlo de nuevo”, dijo. Así que lo hicimos. Desmalezamos, aramos la tierra con palas, levantamos los árboles jóvenes de raíz y los volvimos a plantar. Después, tuve que ir colina arriba, llenar tres baldes con tierra de corteza, que es como la tierra de hojas pero con cortezas de árboles, subirlos a una carreta y bajar con ella hasta donde estaban los ciruelos. Con una pala, esparcimos la tierra hasta cubrir toda la superficie replantada. Después regamos.
El trabajo siguiente fue llenar de agua dos baldes y regar unas plantas con flores amarillas del porte de una persona. Dos baldes para las que estaban al sol, un balde para las que estaban a la sombra, bajo unos tremendos pinos.
Después desmalezamos. Ahora entiendo mejor el dicho “crece como la mala hierba”, porque es una cosa casi inmortal, que crece muy rápido y vive como parásito de las plantas Teje una red subterránea casi indestructible, desde la que renace.

Parte del jardín del que les hablo. Foto: Felipe Herrera
Ann estaba cansada y me dijo: “Hemos trabajado duro. Vamos a almorzar”. Tomé mi bolsa del Unimarc y fuimos a sentarnos a la ladera verde de una colina que cae justo hacia el lago. Saqué mi pote de comida: arroz con huevo revuelto y hamburguesa.
“Es increíble”, dijo Ann de repente. “A veces siento que nosotros disfrutamos más de estos jardines que sus propios dueños”.
Mientras comía me fui lejos, volé a Chile, volví atrás a mi trabajo anterior en el que pasaba 9 horas al día sentado frente a un computador, y me sentí afortunado, y sentí que en verdad todo podía salir bien.
En ese momento me di cuenta de que todo esto era muy cliché. Pero al fin y al cabo un cliché que me gusta mucho.